El suicidio de Catalina Gutiérrez, residente de cirugía de primer año en Bogotá, desencadenó muchas reacciones en torno a un problema persistente en la educación médica: la deshumanización en la formación de los profesionales de la salud y lo que implica en términos de la salud mental de los estudiantes y profesionales.
Como psicóloga clínica y psicoanalista, me he enfocado en el “cuidado del cuidador”, un área que aborda las profesiones con fuerte componente de atención a otros. En mi consulta atiendo regularmente a trabajadores humanitarios, docentes y profesionales de la salud; incluyendo médicos que, debido a sus historias personales y la naturaleza de su trabajo, enfrentan complejos desafíos de salud mental. Estas personas comparten una vocación de cuidado que los expone a situaciones humanas difíciles y los convierte en actores clave para la resolución de situaciones dolorosas y traumáticas. Esta responsabilidad requiere altas habilidades de empatía e implica riesgos significativos que deben ser mitigados con apoyo adecuado y entornos de formación y laborales dignos. El cuidado del cuidador es una estrategia crucial para mitigar estos riesgos y transformar los desafíos en oportunidades de crecimiento y aprendizaje personal y profesional.
El psicoanálisis ha abordado este tema desde hace tiempo. Pasar por un análisis personal y mantener espacios de reflexión constante sobre la propia práctica, son requisitos para ejercer como psicoanalista. Sin embargo, en otras profesiones del cuidado, como en la medicina, solo hasta hace poco se ha reconocido la necesidad de este tipo de apoyos en el ejercicio profesional y en la formación. Pero, por qué en la medicina el cuidado del cuidador es casi una novedad y por qué se habla de introducir la humanización en una profesión que debería ser por definición humanizada.
En un artículo que publicamos en 2019 con Ernesto Córdoba, entonces estudiante de medicina y ahora médico, analizamos las herramientas para transformar la educación y cultura médica promoviendo la salud mental en estudiantes de medicina. Históricamente, la formación médica ha priorizado el aprendizaje teórico y técnico, descuidando habilidades interpersonales cruciales como el liderazgo, la empatía y la regulación emocional. La cultura médica, influenciada por la lógica militar heredada de los hospitales del siglo XVIII, ha normalizado la exposición de los estudiantes a altas presiones ambientales y académicas, así como a exigentes jornadas de estudio y trabajo clínico. Aunque recientemente se ha cuestionado estas prácticas e implementado cambios en los currículos oficiales, persisten en lo que se conoce como “currículos ocultos negativos”.
Estos currículos ocultos negativos son enseñanzas implícitas potencialmente perjudiciales para la formación profesional y ética. Incluyen el fomento de una competencia excesiva, la normalización del agotamiento y sacrificio personal extremo, la tolerancia al abuso de poder o acoso, la promoción del cinismo o desapego emocional y el refuerzo de estereotipos y sesgos. Diversos estudios han evidenciado estos problemas, subrayando la necesidad de abordarlos para mejorar la formación médica integral.
Las prácticas que perpetúan los currículos ocultos negativos se evidencian, por ejemplo, en la estructura de las jornadas de trabajo-formación de los pregrados y las especialidades médicas. Aunque numerosos estudios resaltan la importancia de limitar las jornadas de trabajo —a no más de 16 horas— para mejorar la seguridad del paciente y el bienestar de los residentes, algunas formaciones persisten en exigir turnos extensos seguidos de largas jornadas de clase e incluso con varios días sin dormir. La prolongación de turnos y el aumento de la carga académica, como exposiciones extra o presentación de casos adicionales, siguen siendo métodos no oficiales usados para reprender a los estudiantes.
Los currículos ocultos tienen un impacto profundo en la salud mental de los estudiantes de medicina que contribuyen a dificultades que pueden desencadenar en afectaciones a la salud mental como depresión, ansiedad, burnout, abuso de alcohol, trastornos del sueño o, incluso, ideación suicida.
Actualmente, numerosas escuelas de medicina y ciencias de la salud en Colombia han implementado medidas para contrarrestar estos currículos ocultos negativos y abordar sus efectos en la salud mental estudiantil. Sin embargo, en la práctica, especialmente en el ámbito de la formación hospitalaria, estas iniciativas a menudo resultan insuficientes. La persistencia de estas prácticas nocivas se debe en gran parte a su arraigo en la cultura organizacional y a la narrativa de muchos docentes que continúan privilegiando exigencias desmedidas, una rígida jerarquía y la normalización de la deshumanización. Este contraste entre las iniciativas de reforma y la realidad práctica revela la complejidad del desafío y la necesidad de un cambio más profundo en la cultura de la educación médica.
Para comprender cómo los currículos ocultos se manifiestan actualmente en la formación médica en Colombia, es crucial considerar el contexto. En las últimas dos décadas, las plazas para estudiar medicina en pregrado han aumentado significativamente, sin embargo, este incremento no se ha reflejado proporcionalmente en los cupos para especialidades médicas. Esta disparidad tiene implicaciones importantes, ya que no acceder a una especialidad afecta considerablemente el salario, el prestigio, el desarrollo académico y la autonomía profesional de los médicos. El temor a no ingresar o mantenerse en una especialidad genera una intensa tensión psicológica. Esto lleva a muchos médicos y estudiantes a aceptar sin cuestionamiento estos currículos ocultos, sintiéndose obligados a soportar situaciones intolerables para evitar malas calificaciones o perder oportunidades de prestigio frente a sus docentes.
Paralelamente, el creciente número de mujeres en las escuelas de medicina colombianas representa un avance significativo en equidad de género. No obstante, también plantea desafíos, ya que muchos currículos ocultos están ligados a prejuicios y formas de violencia de género. Recientemente, han surgido numerosos testimonios en prensa y redes sociales de médicas que han sufrido acoso e incluso violencia sexual durante su formación; estudios científicos en Colombia también corroboran esta alarmante situación.
Al leer el 20 de julio la noticia de esta triste muerte y la ola de reacciones que generó, recordé la cantidad de veces en que a mi oficina llegaban estudiantes de medicina buscando, no a su profesora, sino a la especialista en salud mental que soy. Llegaban con miedo, rabia, tristeza y una gran sensación de impotencia frente a los ambientes de aprendizaje hostiles que desencadenan condiciones de salud mental que parecían salirse de las manos. Buscaban mi apoyo, pero a la vez mi discreción, al sentir un gran temor por ser señalados como débiles, frágiles o poco aptos para una carrera que demanda grandes esfuerzos y según la narrativa generalizada: dureza. Debo aclarar que esta era una situación que no puedo calificar como generalizada, pero sí como persistente en la Escuela de Medicina en la que dicté clases por más de 15 años y, por lo que hemos leído, el caso de muchas instituciones en nuestro país.
Abordar la grave problemática de deshumanización en la formación médica requiere, sin duda, de persistir en la investigación y la pedagogía sobre empatía y humanización en estos entornos. Este esfuerzo debe extenderse, no solo a los estudiantes, sino también a aquellos docentes que aún se resisten a adoptar este enfoque dentro de su enseñanza. Sin embargo, esta es una tarea de largo aliento que implica cuestionar las dinámicas de poder altamente jerarquizadas y arraigadas en el gremio médico. Si las universidades sacrifican la humanización debido a restricciones económicas o presiones políticas de docentes y directivos resistentes a repensar la pedagogía desde la inteligencia colectiva, en lugar de una jerarquía vertical, será muy difícil mantener la continuidad y constancia en los avances logrados con tanto esfuerzo.
Escribo estas palabras con la esperanza de que la muerte de Catalina no sea en vano e impulse a toda la comunidad médica y académica a cuestionar la manera cómo estamos formando a nuestros futuros profesionales, en especial, a nuestros profesionales de la salud. Debemos aspirar a un cambio significativo en la cultura médica, formando profesionales, no solo técnicamente competentes, sino también profundamente humanos y empáticos.
Silvia Rivera
Psicóloga, psicoanalista e investigadora en temas de salud mental, género y violencia y educación.
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