Pasé nueve años en Dinamarca tratando de entender por qué era el país más feliz del mundo. No lo entendí. Luego estuve siete años analizándolo de forma científica desde el Instituto de la Felicidad de Copenhague. Tampoco me ayudó demasiado. Finalmente, hace unos años encontré entre los datos: una correlación que nunca había visto con tanta claridad entre dos variables subjetivas, la felicidad y la confianza. En los países más felices del mundo la gente dice confiar en los demás, y en los más infelices ocurre justo lo contrario.
En Dinamarca, el 74% de la población contesta afirmativamente cuando se le pregunta si cree que los demás son de fiar; en España ese porcentaje baja al 41%. Y resulta que estos porcentajes concuerdan a la perfección con los valores que ambos países reportan en satisfacción con la vida, según el informe de la Felicidad de las Naciones Unidas. Todos los países del mundo siguen esta misma tendencia.
Pasé mucho tiempo ignorando esta correlación porque no la entendía, ¿cómo va a ser la confianza la razón por la que los daneses son tan felices, con lo solo y aislado que me sentí allí por años? Sin embargo, con el tiempo he ido entendiendo que la confianza en los demás permea cada estrato de nuestra sociedad sin darnos cuenta.
Casi una década después, decidí volver de mi odisea nórdica a España. Nada más llegar a Madrid, la casera que me alquiló el piso me pidió la nómina y no sé cuántos meses de fianza y depósito. Nunca habían desconfiado tanto de mí en ninguno de los pisos que alquilé en Copenhague, y eso que allí yo era “el de fuera”. Un año y medio después, dejé aquel piso y la misma casera no tuvo problema en quitarme 150 euros en concepto de limpieza, aunque el piso había quedado impoluto cuando nos fuimos; hasta nos tomamos hasta la molestia de limpiar los cristales por dentro y por fuera. Por lo que me contaron después, llevarse demasiado dinero de la fianza es algo tan común en España que muchos inquilinos dejan de pagar el alquiler un mes antes para evitar quedarse indefensos si les ocurre.
Este aterrizaje turbulento en España me hizo ver algo de lo que me había olvidado tras tantos años en Dinamarca; que hay que andarse con cuidado. Probablemente, el que tienes al lado en la fila puede que se intente colar y esa comisión del banco seguramente no estaba en el contrato. Esta pillería me ha cambiado un poco el carácter, porque ahora me siento el único tonto que paga impuestos y que no está aprovechándose del sistema de alguna manera.
Durante la segunda ola del coronavirus, una amiga me contaba que en su empresa en Barcelona les habían hecho volver a la oficina, a pesar de que llevaban meses trabajando desde casa, porque los jefes no se fiaban realmente de que la gente estuviera trabajando. Mis colegas en Copenhague no salían de su asombro, ya que el teletrabajo era una práctica habitual allí mucho antes de que la pandemia lo pusiera de moda; e ir al trabajo estando malo ha sido siempre algo muy mal visto entre compañeros y jefes, ya que infectar a los demás con tu virus puede significar serias pérdidas para toda la empresa. ¿Qué sentido tenía hacer volver a la gente a la empresa con el riesgo que había de infectarse? La respuesta, incomprensible para un danés, es la desconfianza.
La desconfianza nos afecta de múltiples maneras, desde los inversores que no invierten en startups que podrían crear riqueza y empleo, pasando por jóvenes que no emprenden por no complicarse la vida, hasta políticos que no se ponen de acuerdo con los de enfrente o instituciones que te piden mil papeles para todo. En Dinamarca, por cierto, hacerse autónomo o divorciarse es tan fácil como abrirse una cuenta en Netflix. ¿Por qué es tan complicado aquí? Porque desconfiamos.
Pero si en algún lugar la confianza tiene peso, es en la fortaleza de nuestro estado de bienestar. Nueve de cada diez daneses dicen estar felices de pagar impuestos. No son más altruistas que nosotros, realmente no lo creo, es simplemente que confían en sus gestores. Gracias a esta buena disposición, los daneses tienen beneficios sociales enormes como universidad gratuita, másteres gratuitos y hasta una paga de 900 euros mensuales a todos los jóvenes hasta que superan la mayoría de edad, algo que alivia la incertidumbre de sus padres sobre si podrán financiar los estudios de sus hijos. A pesar de ser un país pequeño y sin recursos naturales, Dinamarca es muy rico porque ha sabido explotar como nadie su recurso más valioso, el capital humano. Múltiples investigadores han demostrado que la razón por la que los daneses son tan felices es precisamente su estado de bienestar.
Honestamente, no sé cómo podemos hacer los españoles para llegar a ese nivel de confianza. La confianza no es algo que venga solo, es necesario ganársela, y entre todos estamos consiguiendo hundirla. Vivimos en un país maravilloso al que todos los que hemos vivido fuera queremos volver; pero ojalá algún día consigamos esta última pieza que nos falta para lograr la excelencia.
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