El primer aniversario de las elecciones del 23-J, lejos de haber sido una celebración para el Gobierno, se convirtió en un verdadero fiasco. Las grietas que ya se percibían desde hace meses en el bloque de investidura a cuenta de las iniciativas del Ejecutivo, se transformaron ayer en un auténtico boquete cuando Junts, el partido liderado por el prófugo Carles Puigdemont, decidió votar en contra de los objetivos de déficit y deuda -la llamada senda de estabilidad- y torpedear así, desde su mismo inicio, el proyecto de Presupuestos del Estado para 2025. La propuesta del Gobierno fue tumbada con 178 noes frente a 171 síes. El presidente, Pedro Sánchez, optó por no participar en la votación a sabiendas de que la perdería. Fue el único.
Sin los siete votos de los diputados independentistas neoconvergentes, la mayoría siempre frágil que sostiene al Gobierno, se viene abajo. Y ayer se derrumbó, no sólo en el terreno presupuestario, el más importante que debe acometer Sánchez a la vuelta del verano para mantener en pie la legislatura, también se desmoronó a la hora de admitir a trámite la proposición de ley de reforma de la Ley de Extranjería para dar una solución urgente a la grave saturación de menores inmigrantes no acompañados que padece Canarias.
En ambas propuestas, Junts sumó sus votos a los de la oposición –PP y Vox– y dio al traste con las aspiraciones del Ejecutivo que ahora, tras el doble golpe, queda en una situación de extrema debilidad.
Se da la circunstancia además de que este varapalo, ordenado desde Waterloo, se produce justamente cuando las negociaciones entre el PSC y ERC con vistas a la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat entran en tiempo de descuento y, a menos de 24 horas de la reunión que mantendrán hoy en Barcelona Pedro Sánchez y el todavía presidente catalán, el republicano Pere Aragonès.
Es evidente que detrás de los movimientos de las dos fuerzas independentistas catalanas -ERC y Junts- late una pugna feroz cuyas derivadas tienen efectos inmediatos en la estabilidad del Gobierno.
Ayer se pudo comprobar con nitidez porque la mayoría sobre la que se sostiene Sánchez en La Moncloa depende de ambos y cada vez es más complicado conjugar sus respectivos intereses. El Ejecutivo lo sabe bien y lo resume en una frase contundente que es, en realidad, un lamento: «Ellos o el desierto». Lo dicen conscientes de que en cuanto uno de los dos se mueve o adquiere protagonismo, el otro reacciona y responde.
Apenas unos minutos después de confirmarse el batacazo, Puigdemont publicó el siguiente mensaje en la red X: «Una Generalitat presidida por el mismo partido que incumple con Catalunya y engorda a la Comunidad de Madrid allanaría el camino del desastre». Para que no quede lugar a la duda.
La vicepresidenta primera , María Jesús Montero, se esforzó desde la tribuna del Congreso por convencer a la Cámara de la necesidad de dar el visto bueno a la senda de déficit y deuda y abrir así el camino para los Presupuestos, unas cuentas que anticipó como una «potente palanca para el cambio y la transformación de la economía, para la consolidación de derechos, el impulso de la clase media y la protección de los colectivos vulnerables, para seguir creciendo y creando más y mejor empleo».
Intentó en balde hacer recapacitar a los reticentes, esencialmente a Junts que ya desde media mañana deslizaba su desacuerdo con la propuesta del Gobierno y desataba los nervios en las filas socialistas y en las de Sumar. Montero no lo logró. Antes de que hubiera pronunciado la última frase de su intervención, el portavoz adjunto de Junts, Josep Maria Cruset, anunciaba ante la prensa el voto en contra de su grupo.
El diputado justificó esta decisión por el inmovilismo del Gobierno a la hora de elevar la inversión dedicada a Cataluña, acabar con el déficit que «arrastra» la comunidad y la baja ejecución presupuestaria que padece. «Junts no dará su voto a cambio de nada», sentenció.
Horas antes, en la reunión del Consejo de Ministros, se daba por hecho que Junts apoyaría la propuesta del Gobierno. Los negociadores del Ejecutivo no trasladaron ninguna dudad. Nadie dudaba de que el acuerdo «estaba atado», pero en realidad no era así. El golpe inesperado les pilló por sorpresa. Los ministros se enteraron sobre la marcha, algunos de ellos mientras estaban reunidos. Lo mismo sucedió con los principales diputados de Sumar. Su portavoz, Íñigo Errejón, mostraba por la mañana anticipadamente su «satisfacción» ante una aprobación que daba por segura y que, según dijo, confirmaba la estabilidad y la continuidad de la legislatura.
A última hora de la tarde, cuando Junts ya había destapado sus cartas en el seno del Gobierno se admitía que el revés abre un escenario de «inestabilidad». «Es una hostia», reconocían sin tapujos.
En puridad, mientras no se aprueben los objetivos de déficit y deuda, es decir, la senda de estabilidad presupuestaria, el Gobierno tiene las manos atadas para presentar un nuevo proyecto de cuentas para el Estado. Sólo podría hacerlo manteniendo en pie los objetivos que actualmente están en vigor pero eso implica constreñir los futuros Presupuestos y con ello los planes económicos y políticos del Gobierno y, además, restringir el dinero que recibirán las autonomías y los ayuntamientos.
El último macropleno del Congreso pensado para zanjar los asuntos pendientes y más urgentes antes del parón del verano se saldó así con un golpe en toda regla en la cara del Ejecutivo poniendo en evidencia su extrema debilidad. Una fragilidad que no sólo se sustancia en el rechazo a la ley de Extranjería y a la senda de estabilidad presupuestaria, sino también en las discrepancias que están poniendo de manifiesto los habituales socios de Sánchez en relación con el plan de regeneración que pretende aprobar en septiembre, con la gestión que se está haciendo de los problemas judiciales de Begoña Gómez y con el pacto alcanzado con el PP para renovar el Consejo General del Poder Judicial y reforzar la independencia de la Justicia.
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