El origen de la humanidad se puede resumir como un largo relato de hibridaciones y migraciones. Cuantos más datos tenemos sobre la prehistoria de nuestra especie, gracias sobre todo a la revolución genética encabezada por el premio Nobel Svante Pääbo, más complejo se hace el dibujo y, a la vez, más sencillo: a lo largo de los milenios las diferentes especies Homo —a la que pertenece la muestra— poblaron la tierra en sucesivas oleadas desde Áfr…

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El origen de la humanidad se puede resumir como un largo relato de hibridaciones y migraciones. Cuantos más datos tenemos sobre la prehistoria de nuestra especie, gracias sobre todo a la revolución genética encabezada por el premio Nobel Svante Pääbo, más complejo se hace el dibujo y, a la vez, más sencillo: a lo largo de los milenios las diferentes especies Homo —a la que pertenece la muestra— poblaron la tierra en sucesivas oleadas desde África, algunas exitosas, otras condenadas a la extinción. El estudio del ADN fósil ha demostrado, además, que distintas especies se cruzaron en ese viaje y que esos intercambios genéticos ayudaron a llegar hasta el presente a la única humanidad que puebla la tierra: los Homo sapiens, nosotros.

Las novedades en torno a los neandertales y los denisovanos —las dos especies humanas más cercanas a la nuestra, que se extinguieron hace unos 40.000 años, aunque todavía muchos sapiens llevan sus genes— que se han conocido en los últimos días no hacen más que confirmar ese largo camino, geográfico, pero también genético.

Todo empezó cuando el científico sueco Svante Pääbo tuvo la intuición de que era posible extraer y analizar el ADN de especies fallecidas hace miles de años. Como ocurre con tantos avances científicos, al principio tuvo que trabajar en solitario, haciendo a escondidas análisis genéticos a momias. No hay que olvidar que tampoco nadie creyó —ni financió— a la húngara Katalin Karikó cuando se empeñó en estudiar el ARN mensajero, descubrimiento que le ha llevado al premio Nobel y, no menos importante, a detener la pandemia de la Covid-19.

Reconstrucción de un denisovano, utilizando una tecnología de la Universidad Hebrea de Jerusalén.AMMAR AWAD / Reuters / ContactoPhoto (AMMAR AWAD / Reuters / ContactoPhoto)

Al secuenciar el genoma neandertal, el equipo de Pääbo en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva descubrió en 2010 que los humanos modernos no africanos comparten en torno a un 3% de genes con esta especie humana extinta. Y, al analizar restos óseos dispersos y pequeños encontrados en una cueva de Siberia, descubrió otra especie humana, cercana a los neandertales, que lleva el nombre de la gruta donde fueron descubiertos: denisovanos. También le permitió identificar al primer mestizo de la historia, Denisova 11, alias Denny, una mujer que murió a los 13 años hace 50.000 años, de madre neandertal y padre denisovano. El hecho de que apareciese una mestiza entre los pocos restos encontrados de esta especie demuestra hasta qué punto debieron ser constantes los intercambios.

Para la mayoría de los investigadores —todavía algunos niegan a los denisovanos la categoría de especie distinta—, los neandertales vivieron en Europa y los denisovanos en Asia. Ambas especies desaparecieron con llegada de los sapiens o, según cada vez parece más claro, fueron absorbidas por los nuevos humanos. En cierta medida, nosotros somos ellos. La semana Nuño Domínguez explicaba en EL PAÍS el último avance adelantado por la revista Science, fruto del análisis de tres genomas neandertales completos: no se extinguieron, sino que fueron asimilados. “Al final, las oleadas sucesivas de inmigración sapiens desde África desbordaron a los neandertales hasta que fueron incapaces de seguir siendo una especie aparte y finalmente fueron asimilados por la genética sapiens”, resumía el genetista Joshua Akey, coautor del estudio.

Svante Pääbo con la réplica de un esqueleto de neandertal en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, de Leizpig, tras ganar el premio Nobel.picture alliance (dpa/picture alliance via Getty I)

Los últimos neandertales fueron unos 2.500 individuos, perdidos en la inmensa de la Europa prehistoria. Su soledad representa también la historia de la humanidad, que llegó a ser múltiple —en algún momento, hace 200.000 años, convivieron sobre la tierra hasta ocho especies humanas diferentes—. Ahora solo quedamos nosotros, los humanos que el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin define como “la especie solitaria”.

Sobre los denisovamos, la información, como sus propios restos, es mucho más escasa, aunque poco a poco se va trazando un apasionante mapa de la evolución —y desaparición— de esta especie. La revista Science publicó a principios de julio el descubrimiento de una costilla denisovana de unos 40.000 años, el resto más reciente encontrado hasta el momento (en ese momento, los Homo sapiens habían colonizado Australia desde África y estaban llegando a Europa). “Eso es muy reciente”, afirmaba en el artículo de Science Bence Viola, paleoantropólogo de la Universidad de Toronto, que no ha participado en la investigación. “La fecha sitúa a los denisovanos dentro del marco temporal de los humanos modernos en esa región”.

Los estudiosos Silvana Condemi y François Savatier acaban de publicar en francés el libro L’énigme denisova (El enigma denisova, Albin Michel, por ahora no traducido), que recopila todos los datos conocidos sobre estos humanos, cuyo patrimonio genético se encuentra en poblaciones de lugares tan remotos como Australia o la península de Bataan, en Filipinas. Con sus genes ayudaron a los humanos modernos a sobrevivir en lugares elevados, como el Tíbet, o a enfrentarse a patógenos de las selvas tropicales, como en Filipinas.

Así describen por ejemplo lo que ocurrió a lo largo de los milenios en la cueva de Denisova, en el macizo del Altái, un lugar donde se han cruzado las culturas desde la noche de los tiempos: “El panorama general de la vida humana en Denisova está ahora claro: durante decenas de miles de años, en las épocas interglaciares, neandertales y denisovanos —dos formas humanas más próximas entre sí que al Homo sapiens— frecuentaron la cueva y se reunieron allí. Algunos investigadores creen incluso que estas dos especies pudieron fundar una cultura común en el Altai”.

La visión de esa cueva en la que convivían diferentes especies tal vez sea demasiado idílica: en muchos otros yacimientos, como la Cueva del Castillo en Cantabria, existen ocupaciones neandertales y sapiens, pero no son simultáneas. Cuando unos llegan, los otros ya se habían esfumado. Sin embargo, los intercambios genéticos son indiscutibles —y parecían imposibles hace solo dos décadas— y existe la certeza de que los genes neandertales y denisovanos han ayudado a la humanidad moderna a adaptarse y sobrevivir. Pero también es evidente que ellos ya no están —aunque hayamos heredado su ADN— y que los sapiens somos la única especie que puebla la tierra. Nuestra llegada significó su extinción, no sin haberse mezclado antes. El origen de la humanidad que muestra la revolución paleogenética se ha convertido en un relato de migraciones y mestizajes. Y, eso, sin duda, ofrece muchas lecturas para nuestro presente intolerante.

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By Diario

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